7 abr 2014

Radiografía de un antidisturbios

Sábado, 22 de marzo. Madrid. Calle Génova. Jacinto Morales aguanta el tirón de una mala noche de trabajo. Es parte del mayor despliegue del Cuerpo Nacional de Policía en una manifestación: 1.650 agentes. Debajo del casco y del visor solo adivina el avispero de pelotas y piedras que vuelan por la Plaza de Colón. Por el pinganillo escuchan algo extraño. Dicen que unas mil personas han acorralado a un grupo de agentes. Es 'Puma 70'. Los están acribillando. Jacinto los escucha pedir socorro con las voces entrecortadas por los sonidos de los golpes en los escudos y en los cascos. 'Clan-plas-bum-ay'. Los quejidos de sus compañeros se mezclan con las órdenes del jefe de la zona: «Todos estáticos». Mandan que se estén quietos. «Es duro aguantar ahí. Saber que están haciendo daño a los tuyos y no poder hacer nada. El operativo salió muy mal». Hay furgonetas de la Policía Municipal donde no debían estar, un camión de bomberos en el que se parapetan los violentos, los grupos de apoyo perdidos y unos hombres a la deriva en medio de una masa agresiva y desbocada. De 50 agente, hirieron a 35. «¡Matadlos!», gritaban. España estuvo esa noche más cerca del naufragio. Las imágenes del asalto terrible, sumadas a una pila de fotos y vídeos de cargas policiales, porrazos, manotazos, insultos y desmanes, han puesto el punto de mira en Jacinto y sus compañeros policías.

«A ti también te han recortado el sueldo», le gritan en cada salida. Es cierto. También que tiene dos hijos que van a la escuela pública -y que no saben que es antidisturbios-, que su madre de 78 años le recrimina que disuelva a «trabajadores y a madres», que ella vive en un cuarto sin ascensor. Que de no haber estado de servicio, hubiera acudido a la manifestación del 22-M con cientos de miles de ciudadanos protestando contra el paro, los desahucios y los recortes sociales. «He acudido por mi cuenta a algunas asambleas y estoy de acuerdo con muchas de las cosas que piden».

Pero estaba allí, vestido de robocop, manteniendo el tipo. Jacinto Morales, secretario general de la Federación de la UIP del Sindicato Unificado de Policía, soñaba con llevar la placa desde crío. Por eso hizo la oposición para entrar en la Unidad de Intervención Policial y formar parte de los más duros del cuerpo. Entonces no eran tantos. Ahora optan a ella 2.500 para 150 plazas. Hay pruebas psicotécnicas (apto o no apto) más duras que las generales del Cuerpo Nacional de Policía y otras físicas. Alcanzar el 10 es difícil: nadar 50 metros en siete segundos, subir la cuerda a pulso, hacer 16 dominadas y correr dos kilómetros en 6:15. No tienen que ser más grandes: 1,65 las mujeres y 1,70 los hombres, igual que otros agentes. Cada dos años repiten examen. A sus 46, Jacinto tiene alguna ventaja: llegar a las ocho dominadas y correr dos kilómetros en siete minutos. Con la camisa de calle disimula que está fuerte como un mulo. Si no dan la talla o los informes de los jefes no son favorables, deben abandonar. Cada año caen entre cinco y diez.

En total son 2.700 y él no pone la mano en el fuego «por nadie», pero asegura que los agentes violentos son «dos o tres». El reportero le explica esta escena: el domingo pasado, disuelta la manifestación de 'Jaque a la Monarquía' en la plaza Neptuno, al abandonar las furgonetas el Paseo del Prado, un manifestante adolescente grita al vehículo que se va: «¡Mira el gilipollas!». Paran unos metros más adelante, un policía se baja fuera de control y le cruza la cara a otro chaval: «Tira p'allá». Después, se le escuchará amenazar a uno más: «Ven, que te voy a patear la cabeza». Y golpear a tres periodistas. «No queremos violentos porque el mayor valor de alguien de la UIP es la serenidad. Los vamos apartando. No son buenos para nosotros ni para nuestra imagen. No lo justifico en ningún caso, pero habría que ver cuánto tiempo llevaba trabajando ese hombre». Una de las reivindicaciones de los agentes es su jornada. La suya se llama disponibilidad permanente y se supone que cuando suena el teléfono, sea la hora que sea, tienen que acudir. Continuamente viajan de un sitio a otro en las furgonetas. Cobran un complemento de 7.000 euros brutos anuales.

Desde que hace 20 años dio el primer porrazo en un derbi madrileño, se ha visto en tantos jaleos que ya no recuerda cuándo fue la última vez que se puso nervioso. «Nunca me lo he tomado como algo personal». Jacinto defiende que la carga, que debe ser rápida, precisa y con detenidos, es «una excepción».
Componen este curioso ejército de antidisturbios doce unidades repartidas por España. La de Madrid, centralizada en el complejo de Moratalaz, es la más numerosa. Está compuesta por doce grupos. Cada grupo (Puma 10, 20, 30, hasta 120 en la capital) lo componen 50 agentes: tres subgrupos más el jefe y los enlaces. Cada subgrupo son dos furgonetas, una con siete policías y otra con ocho, con dos escudos y dos bocachas.

El casco tamiza la selva de sonidos. Solo se entienden las órdenes que llegan por la radio y alguna voz del que está al lado. Forman un panel que intercala a jóvenes fuertes con veteranos que los tranquilizan y contienen. Se mueven por parejas: uno dispara y el de delante protege. Hay una norma de oro: «No dejar a nadie solo». Entre ellos se tocan las espaldas, se sujetan por los cinturones y se gritan. Saben que ha comenzado el lío por el aullido de la gente que tienen alrededor: delante están los que llaman 'los malos'; detrás, el grupo de reacción y apoyo, su cordón umbilical.

Donde más duelen las piedras es en las espinillas. Jacinto no recuerda sangre propia ni haber perdido los nervios. «Me han dicho de todo, que 'ya te veré', que 'tus hijos...'». Tampoco haber tenido que hacer de tripas corazón para cargar. Al contrario. Lo que más les tensa ahora mismo -y algunos están a punto de estallar- es el «uso político» que de ellos hacen los de arriba: «Tendríamos que defendernos más ante las agresiones».

La ropa escondida

Es un trabajo, vale, pero no es como los demás. En casa no habla de ello, menos con sus hijos. En su club de moteros, en cambio, saben perfectamente a qué se dedica. «A veces, discutimos». Iker, un nombre ficticio para preservar su identidad, cuelga el mono negro de la Brigada Móvil de la Ertzaintza en una parte escondida del tendedero. No es por vergüenza, pero en Euskadi, pertenecer a los 'beltzas' ('negros', como se le conoce por el color de sus buzos) no es ninguna broma. Nació en un pueblo obrero de la Margen Izquierda de Vizcaya, tiene 47 años y vive a unos kilómetros de Euskadi. Cuando tomando un vino escucha a alguien comentar que «llegaron los 'beltzas' y medían dos metros» se sonríe y recuerda su 1,74 de altura (con 1,70 se puede entrar). De la semana pasa tres días entrenando: taekwondo, manejo de la defensa, tiro con lanzador -ya no usan pelotas-, táctica policial y gimnasia, lo que más les gusta. Y cuatro en el centro de Iurreta (Vizcaya). Iker tiene claro que el que nace para repartir no sirve para este oficio. «Hay que estar muy tranquilo cuando se sale a la calle», explica este agente, que hace 16 años entró por primera vez en acción: «Me temblaba la pierna». Es licenciado en Comunicación Audiovisual, pero llegó a la Ertzaintza porque necesitaba un sueldo para seguir adelante.

No han sido 16 años fáciles. La historia de ese cuerpo está envenenada por el plomo. En 1994, dos ertzainas fueron quemados en Rentería. Uno de ellos se tiró al río e intentaron rematarlo. Un año después, quemaron una furgoneta entera con los agentes dentro. La tranquilidad del fin de los atentados de ETA reventó con la muerte en abril de 2012 de Íñigo Cabacas por un pelotazo en la cabeza, durante los disturbios que siguieron a un partido del Athletic (tres agentes y un oficial están imputados), y la tensión ha aumentado de nuevo en las últimas semanas. «Nos utilizan políticamente y eso nos supera», asegura el agente, padre de dos hijos. Se refiere a los incidentes del Foro España 2014, en el que participaron, entre otros, Christine Lagarde y Mariano Rajoy. Mientras tanto, los violentos destrozaban la Gran Vía de Bilbao y a ellos les ordenaban aguantar: «Por radio decían que ardían solo un par de contenedores».

Siente rabia al abordar este episodio y recuerda aquella ocasión, una tarde de fiestas de hace muchos años en su propio pueblo, cuando tuvo que poner orden en una manifestación violenta convocada por la izquierda abertzale. Abrió dos cabezas. «No me siento orgulloso, pero sabía que ellos, si pudieran, me matarían. Porque sabes a quién pegas. No es lo mismo disolver una manifestación de radicales, que son tu enemigo, que un problema laboral. Ahí siempre hay alguien que avisa: 'Ojo, que son trabajadores, como nosotros'».
La escalada de tensión por la crisis, el nerviosismo vivido en Madrid, en Euskadi es pan comido. «Ahora estamos bien. Hemos recibido tantos insultos que ya nos resbalan». En la furgoneta, ya casi todo son risas y bromas. Aquella consigna terrible que se cantaba en las manifestaciones -«'Zipaio', hoy tú de negro, mañana tu mujer»- ya solo es un chiste que se hacen entre ellos.

Por FRANCISCO APAOLAZA para hoy.es

No hay comentarios :